Asomarse a las vidas ajenas

Por David J. Rocha Cortez[1]

Las sociedades actuales han dibujado líneas muy delgadas entre lo público y lo privado. La eclosión de las redes sociales, la rapidez con que se mueve la información, las líneas difusas entre quienes miran y quienes son observados son algunos elementos recurrentes en nuestro cotidiano. En nuestro contexto, la vigilancia es una forma de ejercer el poder y atraviesa lo cotidiano, lo político, lo cultural, lo urbano, en fin, atraviesa todas las esferas de nuestro día a día. 

El chico de la última fila, espectáculo producido por Teatro Luis Poma y estrenado en 2022, nos enfrenta con este conflicto entre lo íntimo y lo público a partir de las metáforas del teatro. El texto original del español Juan Mayorga logra dialogar con las audiencias locales a través de la puesta en escena de Roberto Salomón. Como público, nos sumergimos en la historia de los seis personajes. Nosotros también formamos parte de ese mundo con fronteras difusas. A través de la mirada de un joven, el chico de la última fila, nos adentramos en la vida íntima de una familia. El chico, empujado por su maestro de literatura, nos narra detalle a detalle los conflictos ajenos a su mundo y al nuestro. Paulatinamente la obra nos hace participes de la invasión. Ni el personaje, ni nosotros podemos poner un alto y vamos cuesta abajo a un final inesperado.

La relación que el personaje principal construye con los demás personajes y con la historia misma, es una metáfora de esas fronteras difusas de nuestras sociedades actuales. La obra nos muestra los riesgos cotidianos de que nuestras historias, nuestra información íntima pueda ser expuesta por cualquiera y a través de cualquier medio. El personaje logra construirse a partir de giros que se acentúan en la dosificación de la información. Es decir, al iniciar la puesta en escena no dimensionamos las torsiones que tiene. Se muestra como cualquier chico tímido, de cualquier secundaria básica, se nos muestra como uno más. No nos percatamos que él tiene un poder crucial: la información. 

También la obra nos interpela en relación a la construcción de la mirada: ¿Cómo se construye nuestra forma de mirar?, ¿desde dónde se nos condiciona?, ¿cuáles son los mecanismos sociales que operan en el acto de mirar? Estas interrogantes se materializan en las metáforas de la familia, la escuela y el arte como tres ejes desde los que el espectáculo nos habla. Los personajes están inmersos en estos mundos y en el escenario hay fronteras también difusas. Vemos al elenco pasar de un lugar a otro, vemos cómo los límites se rompen tanto en el mundo de la ficción como en el tabloncillo del teatro Poma. 

Elliot Martínez, Gabriel Pinto, Patricia Rodríguez, Dinora Alfaro, César Pineda y Óscar Guardado van representando la historia frente a nosotros. Dan vida a los seis personajes desde técnicas de actuación distintas, también hay un cruce generacional que en la puesta en escena se traduce en convergencia, en un trazo fino que hilvana las posibilidades de cada artista interpretante. El elenco nos sumerge en una historia que de pronto nos puede parecer muy cotidiana. El chico de la última fila es una obra que nos mantiene atentos de inicio a fin, también es un espectáculo que da cuenta de los mecanismos de artificio propios del teatro. La ficción en esta obra se dibuja a través del diseño de luces, de la utilización del espacio, del texto dramático y del trabajo del elenco. Toda la obra nos empuja al peligroso placer de asomarse a las vidas ajenas.


 


[1] Coordinador Escuela de Espectadores del Teatro Luis Poma y catedrático del Departamento de Comunicaciones y Cultura de UCA, El Salvador.

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